Trenes e invierno | Relato

Hay niños que crecen en la calidez de hogar, sin embargo, yo crecí entre estaciones, abrazando una frazada y recostada en el regazo de él…

Por: Dulia I. Fernández

| Viernes 28 de abril, 2023, Coatzacoalcos, Ver.

| Tiempo de lectura: 3 minutos

Dormir con ruido causa mínima molestia, el eco de las voces y motores son simple arrullo a mi percepción. La sensación que a mí refleja es amena, haciendo a mi cuerpo temblar al imaginarse sentir el calostro de una manta y de una pequeña almohada de algodón. Es probable mi cuerpo se haya acostumbrado a descansar entre la incomodidad de la frialdad de la madera y de los fierros oxidados que despedían un olor ahora familiar a mi nariz. El frío de la brisa, el propio frío del invierno lo recibía apacible, lista para acurrucarme y dejarme navegar ante los sueños.

Podía dormir entre piedras si él se encontraba conmigo. Su sola sonrisa me hacía sentir protegida.

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* * *

Entre fatalidades y pocos aciertos, él jamás me negó nimiedades. Se preocupó en brindarme sinfín de atenciones y, a pesar de dedicarse a una profesión hermosa, pero mal remunerada, inscribió mi intelecto en una de las mejores aulas. Alguna vez escuché se preocupaba por el futuro, más por el mío que por el propio. “Una mujer no está destinada a vivir en una casa” solía repetir. Mi inocencia era tan grande que tardé en entender su significado hasta que fui capaz de comprender mi alrededor.

Debido a nuestro estatus social -poco conveniente a comparación de mis compañeros de escuela-, de las reuniones de complacencia donde se reunían a beber té y degustar postres, me vi excluida. Nuestra casa no poseía un jardín magnificente, me era suficiente observar el transitar inminente de las aburridas personas y no rondaba en mi mente la posible idea de invitar a algún amigo.

A pesar de convivir en soledad con mi hermano, siempre consentía llevarme de viaje a las calles empedradas para sentir el frío exquisito de la mañana.


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–Hoy comenzaremos una nueva aventura–sonriente y con maletas en la puerta, era como me despertaba del letargo. En mi mochila se hallaban los objetos más importantes que me ayudarían en nuestra travesía. Por supuesto, mi muñeca no podía faltar… ella tampoco tuvo una casa especial…

* * *

Nuestra aventura comenzaba en la estación, el vapor de mi boca jugueteaba con el frío matinal, mis manos cubiertas con guantes no articulaban con facilidad. Él reía cuando algún bocadillo resbalaba de ellas, yo fingía enfurecer e inflaba las mejillas, consiguiendo risas amenas de sí.

De esa forma iniciaba nuestra travesía: una maleta, una frazada y algunas monedas en su bolsillo.


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Recurrentemente, me preguntaba si sería posible almorzar pasta.

            Las suelas de mis zapatos dejaron de rechinar, cuando nos detuvimos frente al gran mapa de la estación. Los nombres alusivos a situaciones históricas servían de entretenimiento, él hacía preguntas al respecto y yo contestaba según lo que leía en las enciclopedias de la escuela.

            Caminar suponía entretenimiento, buscar letreros de empleadores causaban distintas emociones en él, usualmente aquellos que le brindaban alegría, transformaban su rostro en uno lleno de pesadez. Con el tiempo, entendí que los de menor remuneración eran sencillos de conseguir, además de ser sinónimo de dormir en algún rincón de la estación.

            Probablemente, mi inocente ser, cegado por la magnificencia que él suponía para mí, me acorralaba a perseguir sus salvajes pasos sin importar dónde fuera.

A pesar de siempre recibir cuidados de su parte, había algo que quemaba mi ser, algo con lo que se nace, pero que me fue arrebatado a temprana edad. Se trataba de algo que emanaba calor y sentido de protección.

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–¡No volveremos a ir! La última vez, cayó enferma y ustedes no se preocuparon en llamar a un médico–él colgó el teléfono con furia. Suspiró, respiró intentando lograr la calma para después verme con su característica sonrisa–todo está bien.

Siempre creí en sus palabras.

* * *

Intentar conciliar el sueño no era normal para un infante. Se suponía no debía tener problemas para descansar. El problema yacía en mi deseo de sentir la suavidad de una almohada y en el hastío de las bancas de metal.

Nuestras aventuras solían desarrollarse en la capital del país, siendo los anfitriones diversos restaurantes. Explorar en la jungla de grandes tiendas, nos llevó a acercarnos a distintas posadas, siendo rechazados por nula disposición de efectivo. Esos eventos nos harían seleccionar una estación y un rincón que se volverían especiales para los dos.

            A pesar de haber transcurrido años y de hoy poder tener una almohada para abrazar, puedo recordar con amor aquellos días amenos y serenos, donde dormíamos en la estación, en alguna banca o algún rincón, escuchando el golpeteo de los rieles hasta despertarnos con los murmullos de la gente.

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