Una navidad de mi infancia

“Muchas veces la navidad no es lo esperado, pero siempre, de alguna manera la magia surge en medio de quienes tenemos cerca. Aquí el recuerdo de una de ellas”.

Por: Miguel Mariscal.

| Viernes 16 de diciembre, 2022, Guadalajara, Jalisco.

| Tiempo de lectura: 6 min.

Centro de Guadalajara, adorno navideño años setenta.

Siempre hemos vivido en Guadalajara, al inicio de los años setenta nos mudados al barrio de La Perla, cargando nuestros triques en aquellos carritos de mano. Sí, literal, eran unas carretas empujadas por una persona, por supuesto, si el viaje era corto; cualquiera alquilaba una carreta de esas ya que eran más baratas que un camión, las encontraba uno afuera del templo de la Concha, en el barrio de San Juan de Dios.

Llegamos a la casa de Manuel Doblado, una casona vieja de adobe que era compartida con otra familia: La familia de León, más nosotros los Martínez ¡Increíble, dos familias que sumaban diecinueve miembros en total! Aquello era un pandemónium.

Lupita D’Alessio conquistaba la radio con «Mi corazón es un gitano», mientras que Roberto Jordán hacía lo propio con la composición del divo de Juárez, «No se ha dado cuenta». Televicentro, hoy Televisa, hacía rating con «Ensalada de locos» un programa de comedia, mientras la interminable telenovela «Los hermanos coraje» mantenía a muchas amas de casa en vilo. «La Lucha Libre» transmitida todos los martes en el canal 4 de Guadalajara, era la que nos tenía entretenidos en casa.


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El año de 1972 estaba casi por terminar. Lo sabía por las esperadas vacaciones de fin de año de la escuela, vacaciones que siempre relaciono con la navidad. Se juntaban en mi cabeza todos los elementos que hacían dicha festividad: dejar de ir a la escuela, jugar con mis amigos y mis hermanos, pensar en posibles regalos, alguna sencilla cena, etcétera. Había en el ambiente una especie de armonía ligada con la temporada.

Recuerdo que la televisión bombardeaba con anuncios alusivos con la navidad, principalmente juguetes, como las famosas muñecas Lili Ledy, los muy famosos triciclos Apache, autopistas o scalextric. La Coca-Cola lanzó un anuncio musical que me llamaba la atención, la traducción al español es algo así:

“Quisiera al mundo darle hogar/ y llenarlo de amor/ sembrar mil flores de color/en esta navidad/ quisiera al mundo yo enseñar/ la perfecta armonía/ y en este año nuevo darle hogar/con una alegre canción/hay que compartir…”


Por supuesto el propósito de la canción era comercial, aunque se utilizó para dar un mensaje de hermandad entre los pueblos en una fecha tan importante, por lo menos para occidente. Me emocionaba ver esos anuncios, sentía de alguna manera el llamado espíritu navideño o tal vez alguna extraña sensación de melancolía, como aquellas posadas un tanto peculiares de mis vecinos, la familia Mora. Cada año organizaban, previo a la navidad, una celebración que, ahora que lo pienso, más que posadas eran una especie de manda –promesa a un santo o virgen, en agradecimiento por alguna gracia concedida-.

Invitaban cuanto niño del barrio podían para el festejo, mismo que duraba una semana. De entrada, nos ponían a rezar, después, salir a la calle a pedir posada, una casa por cada día, al término nos premiaban con bolos de dulces. Antes de irnos nos repartían un cartón donde anotaban los días de asistencia a la posada; el propósito era que, al finalizar la semana, los que cumplíamos con la asistencia total, nos sentábamos a la mesa de su casa para saborear una rica comida típica mexicana: pozole, tacos dorados y una rica agua fresca. Todo era para los niños participantes, posteriormente cada uno a su casa a seguir el festejo.

Nuestro gozo se completaba cuando íbamos de visita a la casa de mi abuela Catalina. Una mujer de principios de siglo que si bien, no hacía posadas, sí levantaba un bonito “nacimiento”. Hecho de cartón y a desnivel figurando montes y valles, con su río y su cascada formados del llamado ‘pelo de ángel’, mismos que terminaban en un pequeño lago de espejo donde convivían garzas, cisnes y peces. En el campo de heno había pastores y recolectoras de agua; vacas, burros y cabras.

Siempre me intrigaba que al final del nacimiento había un pozo de agua y detrás de él, un diablo escondido a la expectativa con su cara burlona. En lo alto del nacimiento como un lugar especial, una choza con su pesebre vacío; alrededor del mismo había animales de corral, ángeles y los padres del Niño Jesús. Todos en posición de reverencia. Por supuesto, mi abuela era la encargada de acostar al niño.

A unas cuantas cuadras de nuestra casa estaba el Parque Morelos –parque típico y muy popular en la ciudad-. Me encantaba pasear con mi familia porque cada año se hacía un tianguis navideño (mismo tianguis que ya estaba instalado para la celebración del día de muertos). Se vendía todo lo relacionado con la navidad: árboles, esferas, luces de colores, heno, muñequitos para el nacimiento y, claro, no faltaban los juguetes. Ir con mis padres cada año era levantar el ánimo y la esperanza, por lo menos, en esa temporada.


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A decir verdad, las navidades en casa, por lo general, fueron muy escasas, por no decir precarias. Reunidos en la “noche buena” sea con amigos de mi padre o con familiares que, tarde o temprano, terminaban en francachelas. Los niños, en segundo plano, divertidos y esperanzados por si había algún regalo; y si lo había, por lo general, casi nunca era lo esperado, un regalo que no cumplía las expectativas, sí queríamos una autopista, unos patines o una bicicleta (que hoy es tan común) siempre había otro juguete que lo sustituía. Por supuesto, de más bajo precio y calidad.

“¿Por qué me duelen tanto la Navidad y el día de reyes en que recibía tan poco y casi nada?”


Así reza un verso del poeta Marco Antonio Campos en uno de sus poemas, verso que me conmovió al leerlo y me hizo recordar aquellos años navideños de la infancia.

Sin embargo, ese año, por alguna razón, fue la excepción. La navidad llegó con regalos. Recuerdo la noche anterior a ella, ver a mis papás con bultos escondidos traídos de no sé dónde, no muy grandes, pero al fin algo traían. A la mañana siguiente, nuestras sospechas fueron una realidad. El 25, mis hermanos y yo emocionados por los regalos traídos por el Niño Dios (santa no figuraba en nuestro lenguaje), jugando con carritos, un ring de lucha libre con sus luchadores favoritos, mi hermana con muñecas que lloraban al moverlas, y yo con mi pistola cromada al cinto y mi arco de madera con flechas inofensivas, muy al estilo americano de indios contra vaqueros, un camión de madera con llantas de metal, juguete típico del parque Morelos.

Al final, la navidad pasó con todo y su entusiasmo. Y para ser sincero otra navidad como esa no la tuvimos, aunque siguieron en casa los festejos navideños, pero la magia de esta pasó para quedarse en la memoria, y como dice el refrán, para muestra con un botón basta y con ese es con el que me quedo.

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