Conoce la historia de dos pequeños hermanos, cuyo miedo, los obligaba a jugar con un juguete, esperando así, poder amanecer un día en paz.
Por: Ana Laura Bravo // @analaura_bravop | Ilustración Ilustración // Samuel Mayorga // @smayovs
| Jueves 27 de octubre, 2022, Ciudad de México.
| Tiempo de lectura: 3 min.

Yo no cuidaba a Luci porque la quisiera, sino porque le tenía miedo. Todo era actuado, los cariñitos, las conversaciones y los tres besitos que siempre le daba, uno en cada mejilla y el de pilón en la puntita de su nariz. Yo le compraba vestidos más bonitos que mi ropa con el dinero que me daba papá, y en la noche la arrullaba, dormía abrazada de ella para que no se fuera a caer ni mucho menos a levantarse sola cuando nadie la viera. «Qué tierna, de grande va a ser una buena madre» decían mis tías, mamá asentía y les contaba que mi Nana me había regalado esa muñeca.
Nana también me daba miedo, siempre me regañaba y me daba manazos si tocaba sus cosas. No me gustaba que viniera a visitarnos, pero la vez que se lo dije a mamá, ella se enojó conmigo, me dijo que a Nana tenía que quererla porque era mi abuela y a las abuelas hay que quererlas aunque sean regañonas, pegalonas y arrugadas como brujas come-niños. Por eso, el día de mi cumpleaños, cuando Nana apareció con esa bolsa enorme y mamá me hizo abrazarla, ya imaginaba que ese regalo se parecería más a un castigo, porqué cuando alguien que no te quiere te regala algo, no te lo puede dar con amor sino con todo su odio.
Luci era bonita, pero nunca sonreía, sus labios rositas estaban cerrados en una línea cortita y triste como si la hubieran regañado, los apretara para no llorar o para aguantarse una carcajada. A veces, sí me quedaba viéndola fijamente, encontraba mi reflejo en sus ojos, presentía que Luci podía ver a través de mí, pensé que a lo mejor era como los perros, pero en vez de oler mi miedo, ella podía verlo. Otras veces sus ojos parecían tan reales, tan vivos, que era como si me estuvieran gritando.
Al principio no le hice caso, la dejé en la misma bolsa en que Nana la había traído, la guardé en el closet junto a mis botas de lluvia y la caja con los adornos de navidad. Ya era grande para muñecas y además nunca me habían gustado. Prefería jugar con Fer, con él jugaba a aullar hasta que los perros de los vecinos contestaban, y si papá volvía temprano del trabajo, íbamos al parque a jugar a las carreritas.

Casi me había olvidado de Luci, pero una mañana, Fer amaneció con varios moretones, como si alguien le pegara en la noche mientras dormía. Nadie sabía qué le pasaba, y yo tenía pesadillas imaginándome lo que quizá estaba ocurriendo. En una ocasión, soñé que unos ojos brillantes me miraban desde la puerta medio abierta del closet; y en otra, que algo me jalaba del pelo mientras dormía y no podía moverme. Una noche escuché que Fer se quejaba, así que fui a su cuarto, pero al abrir la puerta, Luci estaba saltando sobre él, golpeándolo con sus manitas mientras le pedía que jugara con ella, sin embargo Fer no despertaba; en eso Luci volteó y cuando me vio en la puerta se rio como un duende malvado. Entonces desperté, le grité a papá y encendí la luz, pero Luci había vuelto a guardarse en el clóset.
Ya sabía que nadie me iba a creer, así que no le conté a nadie, ni siquiera a Fer, pues no quería asustarlo. Como Nana me preguntaba por la muñeca cada domingo que venía a visitarnos, no podía deshacerme de ella, lo único que se me ocurrió fue hacer que Luci se desenojara para que ya no lastimara a mi hermano. La saqué de su bolsa, lavé su vestido, la bañé en el lavaplatos y le puse del perfume de mamá para que oliera rico. Pasé la tarde arrullándola hasta que me dolieron los brazos, luego la envolví en una cobijita y sus ojos se cerraron como hacía al acostarse. Así no parecía tan peligrosa, aunque nunca cerraba sus ojos por completo. Nos vigilaba.
A veces pienso que quizá era la muñeca quien tenía miedo de nosotros, aunque entonces no entendía porque, por más buena que fuera con ella, Fer seguía amaneciendo con moretones. Una noche me despertaron sus quejidos, abrí los ojos asustada pensando que quizá era otra pesadilla, pero cuando me senté en mi cama, Luci estaba a mi lado, la tomé en mis brazos y fui al cuarto de Fer, lo encontré sentado en su cama, temblando y jadeando -¿Estás bien?- le pregunté, pero ni siquiera volteó, parecía que no me escuchaba. Me acerqué a él, y apenas le toqué el hombro, Fer se tiró al suelo donde comenzó a retorcerse entre gruñidos y escupitajos. Yo quería gritarle a mis papás, pero la voz no me salía y el cuerpo entero se me había congelado. Mientras Fer se retorcía, la piel se le iba poniendo oscura, hasta que casi se mezclaba con la penumbra de su cuarto, pero sus ojos brillaban más y más, parecían encenderse como dos foquitos rojos, casi navideños. Se puso en cuatro patas, con la espalda arqueada hacia arriba, la cola erizada y se arrastró hacia mí. En mis brazos, Luci seguía jugando a que estaba dormida, quietecita, como una muñeca de verdad.
Sobre el autor
Ana Laura Bravo es una profesora de medio tiempo y lectora de tiempo completo. Nació en la siempre post apocalíptica Ciudad de México. Antes de aprender a escribir ella era una dictadora… le dictaba sus cuentos cortos a sus primos, ellos escribían, aunque con faltas ortográficas, pero era una forma en que ella obtenía lectores. Ahora ha podido colaborar en diferentes revistas y antologías. Su sueño es que sus textos puedan llegar a lectores que, como ella, se han sentido verdaderamente escuchados por un libro.