Josefa quiere detener los problemas de San Isidro. Desesperada, recurre a un enigmático personaje: «El Río».
Por: Sofía Renee Jiménez
| Viernes 14 de octubre, 2022, Ciudad de México.
| Tiempo de lectura: 5 min.

El trinar de las hojas colgando de los árboles deparaba diariamente una sinfonía para quien pensara detenerse. La tierra era alcanzada por la humedad de la madrugada y en la mañana se pegaba en los zapatos. Al llegar el Sol, podía leerse una historia entre sus grietas. Las mañanas en las Villas de San Isidro pintaban todo un panorama al son de las cinco. El chillar de los cerdos hacía estremecer a los patos de su sueño. Ante los maizales dormidos, Josefa brindaba dos minutos diariamente para sentir como la humedad le daba un beso de buenos días. Esa mañana, la tierra amaneció más fría y sin humedad, los cerdos no chillaron, los patos habían dejado el lago y los maizales parecían estar despiertos. Una brisa repentina logró esquivar los dedos de Josefa al tomar con decisión las enaguas de su camisón. Comenzaba el día. En aquellos tiempos, la comida parecía ser cómplice de los eclipses y los campos se quedaban cortos en comparación con las semillas que se plantaban. Un humor que resecaba las mejillas de los habitantes los convertía en polvorones. Se sabía que las sequías traían consigo augurio, dolor y cambio. La tercera luna menguante anunciaba a los agricultores que las cosechas comenzaban a cesar. Todos en el pueblo no sabían a ciencia cierta qué clase de Dios o Monstruo dejaría semejante desgracia reposar en San Isidro. Josefa miró alrededor de su casa, se puso a contar los animales que le pertenecían y cuántas líneas de maíz le quedaban. Caminó y cuando dio el quinto paso recordó que había una mujer. Una mujer que le hacían llamar “El Río” ya que la abundancia de su cuerpo y lo abasto de su hechicería traía estabilidad a la querida Villa de San Isidro. Tomó su morral y, decidida, salió a buscar «El Río». Pensó en una posible ofrenda, pero solo le quedaba un cerdo. Lo pensó tanto y llegó a la conclusión de que no podría ofrecer a su animal (que era casi parte de la familia) como un sacrificio, así que ideó un plan para engañar a la hechicera. Pensó en mantenerlo oculto para que, cuando recibiera el hechizo, pudiera regresar con su amigo y salvar a la Villa. Esto sería fácil, ya que la hechicera era ciega de día y de noche le brotaba un ojo con el que podía ver a través de las paredes. Josefa caminaba con prisa, ya que en San Isidro oscurecía temprano. Llegó a la casa de «El Río». Una pequeña choza con un techo construido de hojas de palma y barro. Afuera, tenía un gran pozo que parecía no tener fondo y unos gallos de pecho exaltado con un tono verde extraño merodeando alrededor. Josefa se acercó a la casa y sin tocar la puerta, se abrió lentamente. De espaldas parecía una montaña frondosa con el cabello que le rozaba los talones. Sus ojos se veían blancos y verdes como las hierbas en la orilla de un río. En su piel se contaba un mito escrito por antiguos gigantes como las grietas sobre la tierra de San Isidro. Con sus manos sosteniendo un racimo de romero y bergamota hizo pasar a Josefa. Le explicó el problema de la sequía en su tierra y en su cuerpo. «El Río» estiró la mano, demandando así el precio a pagar por sus servicios. Josefa llevaba un saco con piedras para simular el peso del animal, lo llenó de lodo y heno para simular su pelaje y acercó al cerdo para disfrazar la hazaña con su aroma y sonido. «El Río» asentó con la cabeza. Josefa lentamente escondió al cerdo tras sus enaguas cuando la hechicera soltó un carrete sin hilo al aire dejándole caer súbitamente al suelo. Josefa sabía que «El Río» era sabio y como todos en el pueblo, confiaba fielmente en su sabiduría y oficio. Aquella noche, ya cuando regresó a casa Josefa, encontró una canastilla llena de manjares sobre la mesa. De un salto llegó hasta la mesa y comenzó a comer. Los dientes le dolían tanto que un crujido de una muela delineó el límite de su apetito. Como es de costumbre, Josefa acomodó su cabello en una trenza y se dispuso de su camisón para dormir. Mientras se trenzaba sentía que un pedazo de comida se le había atorado en la garganta. Se levantó y abriendo la boca frente a un pedacito de espejo levantó la lengua. Miró de un lado y miró del otro. Minuciosamente revisó su cavidad hasta asegurarse de que no hubiera algo extraño. La sensación no se iba. Fue a la cocina, tomó un vaso y se sirvió un poco de agua. La sensación parecía alejarse, ella regresó a su cama y con el estómago lleno se quedó dormida. A la mañana siguiente un silenció invadió la casa de Josefa. Ya eran las ocho y el gallo no anunciaba su canto. Un viento sacudió y retumbó en la puerta. «El Río» se encontraba afuera de la casa de Josefa y levitando se acercó al borde del marco. La hechicera chasqueó sus dedos. Josefa sintió como de la nariz un líquido le brotaba dibujando un camino hacia lo oscuro, y comenzó a toser sin medida. Un cabello le brotó de la boca y se escurría por el suelo. El cabello parecía una serpiente y se enredó en el carrete. El carrete se llenó y «El Río» estalló en una estela de polvo. Nadie en San Isidro cuenta como yo el secuestro de una Lengua y de cómo un sacrificio puede llevarte al silencio eterno.
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Sobre la autora
Cantante, Compositora, Instrumentista mexicana nacida en Monterrey, Nuevo León. Con más de 8 años de experiencia escribiendo canciones. 2014 Ganadora de la Beca FINANCIARTE. En el año 2020 fundó junto a Carla Merchant (Compositora) una escuela en línea llamada CIMA Centro Musical. 2020 Curso de Periodismo Musical con Raúl Garza en GUNK Music Magazine 2018 – 2019 Taller/Curso en CÁLAMO Centro Literario (Cuento) con Patricia Laurent y Nora Castillo (Novela).