Lunes maniático

«No sabía si me atrevería a encender el dispositivo que pondría fin la vida de esos malditos, pero la idea me excitaba como ninguna otra cosa en mi puta vida».

Por: Aura Vilchis // @aura_vilchiss

| Jueves 22 de septiembre, 2022, Ciudad de México.

| Tiempo de lectura: 5 min.

Odio los putos lunes, es, sin duda, el peor día de la semana. La gente abarrota las calles, las avenidas se tornan en un mar de autos ruidosos, todos presurosos por llegar a donde sea que se dirijan. El transporte público, ya de por sí hediondo y lento hasta la muerte, se convierte en un nuevo círculo del infierno de Dante.

Y sí, en especial odio con todo mi ser los lunes, porque es el quinto lunes de este año, que esos malditos hijos de perra se suben a asaltar el camión que tomo cada día para ir al trabajo.

No hay más rutas que tomar, este directo hace menos tiempo, pero es el cajero automático de los malditos ladrones, por supuesto, cada que lo asaltan salen de aquí con los bolsillos llenos como los ladrones de Ali Babá.

Ni siquiera me gusta mi puto trabajo, mi jefe es un mocoso salido de alguna escuela privada que no tiene ni la menor idea de ingeniería básica, pero es conocido de un conocido, de la esposa del dueño, así que: ¡Shazam! Es el jefe. Mis compañeros de trabajo son todos unos lame huevos, corriendo la carrera de la rata, para ganarse un pedazo de queso.

Hace un mes fue la última vez que me asaltaron, se llevaron el teléfono que había conseguido a pagos en una tienda de conveniencia. Ahora, el teléfono que traigo en el bolsillo, es una nueva deuda que pagar, además de tener que seguir pagando el teléfono anterior.

Al parecer no será un día tan de la mierda, he conseguido un lugar cerca de la ventana, y escucho en mis audífonos mi playlist con música de The Bangles. Me dispongo a perderme en la inmensidad de mi mente, cuando…. ¡Puta mierda! Ahí están de nuevo esos hijos de puta, subiendo con sus mascarillas de calavera a robarnos.



Intento cautelosamente guardar abajo de mi trasero el teléfono, pero me enrollo con los audífonos y antes de que pueda hacerlo ese cabrón se me acerca y me pega con la pistola en la cabeza, mientras grita su cantaleta de siempre: «Ya valieron madres, hijos de su puta madre, bla, bla, bla». Me arrebata de un tirón los audífonos y me quita de las manos sudorosas el teléfono que recién me compré.

El asalto dura 10 minutos interminables, cada día son más hábiles, del golpe en la cabeza me corre por la mejilla un hilo de sangre caliente, estoy al borde de un ataque, me siento rabioso, dispuesto a hacer algo al respecto, abalanzarme sobre la espalda de alguno de esos malditos y que se muera o me muera.

Pero no lo hago, me quedo sentado con los puños apretados, pequeño, cobarde…huyendo siempre de la confrontación directa, la señora sentada a lado mío llora y sus manos pecosas tiemblan incontrolables. Quisiera decirle algo de ayuda, pero la interacción social nunca ha sido lo mío.

Por la noche, ya en casa, desempolvo un teléfono viejo con la pantalla rota y con la tecla del volumen atascada. Todo el día le he dado vueltas al asunto; en lo que podría hacer para terminar con esos hijos de perra, algo que yo haría, atacar sin golpes directos, tan sólo un poco de ingenio… ¿Pero, realmente lo haré? ¿Me atreveré?

Estoy decidido. Al día siguiente voy a la tienda a sacar otro teléfono, uno caro, bonito, llamativo a la vista de los ratas. Me vale una mierda ya, sé que este camino es lo único que quiero hacer, y después de que lo haga, a la policía le importará poco las deudas que tenga.

Trabajo toda la noche en el dispositivo, un bonito iPhone de última generación. Me sudan las manos cuando cierro cuidadosamente la parte trasera del móvil ¡Está listo! Al igual que el mando a distancia, aunque tengo mis dudas, sí, creo que funciona… funcionará, lo sé. Porque si no funciona, me mato. En serio me mato.

Por supuesto, no puedo probarlo, una vez que presione el botón no hay segundas oportunidades. Es de mañana, casi la hora en que debo irme al trabajo. Tomo mi mochila, mi gorra y con extremo cuidado el teléfono, en mi bolsillo derecho el mando a distancia.

Me subo al camión, avanzamos, avanzamos… Y nada pasa, esos malditos desgraciados no se han subido. Día dos, tres, cuatro; una semana, dos, tres, cuatro; un mes, dos, tres. Llevo tres putas mensualidades atrasadas, empiezo a creer que cometí una estupidez, que gasté mi dinero y ahora no podré usarlo, y cada día arriesgo mi vida llevando el iPhone conmigo.


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Y entonces sucede, una mañana normal, los veo subiendo al camión, sus putas máscaras de calavera y con la cantaleta de siempre. Estoy extasiado, mis manos tiemblan de emoción, por fin hoy va a pasar.

Se acerca hacia mí, puedo ver que me reconoce, porque aunque no veo su boca, la sonrisa de ironía le ha subido hasta los ojos. Entrego el iPhone con sumo cuidado, cómo quien pasa la corona de la Reina Isabel con extremo cuidado y devoción. Siento el mando a distancia en mi bolsillo y en mi pantalón una erección que nace.

Con el botín lleno en sus maletas, los veo alejarse corriendo por una calle contigua, están a la distancia perfecta, así que aprieto el bendito botón rojo y … ¡BOOM! Una pequeña explosión, veo la niebla rosa llenar el ambiente, al otro ladrón que corría a un lado de su compiche la explosion lo alcanzo, la mitad de su cara desapareció, y alcanzo a ver pedazos de lo que antes era su brazo.

Han sido tan sólo unos segundos, pero la erección más grande de mi vida me aprieta el pantalón, y recuerdo en mi mente esa canción de The Bangles » It’s just another manic Monday (Woah, woah)
I wish it was Sunday (Woah, woah)
‘Cause that’s my fun day (Woah, woah, woah, woah)
My I don’t have to run day (Woah, woah)
It’s just another manic Monday». No sé en qué momento, pero una sonrisa apareció en mi cara, y mi cabeza se mueve al son de la melodía. Hoy es, tan sólo, el comienzo de una larga lista de lunes maravillosos.


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