Los padres se dan cuenta a través de una llamada telefónica que en casa de su hija hay algo acompañándola y suplantando la identidad de su madre con intensiones insidiosas.
Por: Aura Vilchis.
| Martes 19 de abril, 2022,Ciudad de México.
| Tiempo de lectura: 5 min.
Levanto la mano para detener al taxi que se acerca hacia mí. Me palpita el corazón y tengo las orejas calientas del enojo. No volveré a visitarla, desde aquella problemática separación con su esposo mi hija no ha sido la misma. A veces tan deprimida que le es imposible levantarse de la cama o bañarse, y otras veces tan irritable que el más leve sonido la hace explotar y redirigir su odio cual onda expansiva que arrasa a todos quienes estén cerca. Ese humor del carajo ha terminado por alejar a amigos y familiares. A veces yo también quisiera dejarla sola, no volver a hablar con ella, pero es mi sangre y la amo, es mi única hija y pensar en no volver a verla jamás es insoportable.
En el trayecto de camino a casa comienzo a relajarme y el enojo empieza a ceder, ahora sólo queda un poco de orgullo herido, pero la compasión y el cariño empiezan a ganar terreno en mis pensamientos.
Una vez en casa le cuento a mi marido la pelea que tuve con nuestra hija, él me escucha comprensivo, y su paciencia y templanza terminan por calmarme del todo. Pero el orgullo sigue ahí. De repente recuerdo el intento de suicidio de hace un año y el desasosiego se apodera de mí, le pido que le marque por teléfono, pero que no le diga que yo ya he llegado a casa, para que no piense que la estoy vigilando. Sólo quiero verificar que está bien, que se ha calmado y que no volverá a intentar tomar pastillas.
Él accede, también está preocupado y seguramente piensa algo similar. Coge el teléfono y aprieta el marcado rápido, escucho el timbre de la llamada en curso, pero nadie contesta. Quizás está en el baño o ha salido de casa, así que mi esposo llama al celular, ahí seguramente contestará; pero no, el timbre suena y suena hasta que entra el buzón nuevamente.
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Nos miramos, consternados, llamamos dos, tres, cuatros veces y nada, simplemente no responde, así que en mi fuero interno digo, «si la próxima vez no responde pido un uber directo a su casa para asegurarme que está bien, que sigue viva».
El timbre suena, suena, suena…y por fin escucho su voz detrás del teléfono, «Está viva», pienso, y los músculos de mi cuerpo se relajan. Saluda a su padre, su voz es calmada, al parecer ya no está enojada. La plática es casual y breve, ninguna señal de alarma.
Estoy más tranquila, ella está bien. Mi esposo se dispone a despedirse y colgar, le comenta que yo le he llamado, diciéndole que iba en camino y que ya no estoy molesta por nuestra pelea, una pequeña mentira con el fin de terminar de calmar los ánimos entre las dos.
Ella se ríe un poco y le dice que no mienta, que yo sigo en su casa, sentada en el sofá, esperando para comer juntas. Mi esposo y yo nos miramos confundidos. Le dice que eso es imposible que después de la pelea yo he salido de su casa. Ella se ríe con ironía y le pide que no invente cosas, le asegura que estoy sentada en el sofá, con la mirada un tanto perdida y poco más silenciosa de lo usual, pero teniendo en cuenta la discusión de antes, nada de que preocuparse. «No me digas que ella va de camino a casa, si la estoy viendo justo ahora, está sentada en mi sofá.», la escucho decir a través del auricular del teléfono.
Miro a mi esposo con creciente angustia, los dos nos quedamos sin palabras por un momento, completamente incrédulos, nuestra hija ha perdido la razón o está teniendo una alucinación. Mi esposo pone el altavoz, para que yo diga algo y termine con ese desvarío. Estoy a punto de emitir palabra y tragarme el orgullo y la vergüenza de haber mentido, cuando escucho una voz muy similar a la mía que dice, «Hija, comamos, ya es hora».
Mi piel se enchina y veo en los ojos de mi marido el mismo terror que estoy experimentando, no sé qué o quién sea eso que está con ella, pero definitivamente no soy yo.
Ella empieza a decir que se tiene que ir, cuando entonces por fin las palabras salen de mí: «¡Alguien está contigo, pero esa no soy yo, sal de ahí, corre, por favor!». Mi voz es casi un grito histérico. Mi hija me escucha, tartamudea un poco cuando pregunta en voz baja y asustada «¿Mamá?«. De repente se escucha un chillido agudo que desgarra los oídos, similar al de un cerdo enfurecido, escucho a mi hija gritar hasta hacerse daño en la garganta, y luego más ruidos de forcejeos y golpes. Estoy llorando, desesperada y gritando por el teléfono.
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Mi esposo se levanta para coger el celular y llamar a la policía. De repente los chillidos, los gritos y los golpes paran. Un silencio insidioso se apodera del ambiente. Llamo a gritos a mi hija, desesperada, pero no responde. Lo que parece ser un olisqueo suena en la bocina, y una voz chillona y sobrehumana rompe el silencio «Me he comido a tu hija», entre risas y chillidos de cerdo su voz se va alejando y alejando, hasta que el silencio reina nuevamente.
Han pasado 10 años desde aquel día, la policía insiste en que era un hombre con una máscara de cerdo lo que aparecía en las cámaras de seguridad, a pesar de que no se encontraron huellas humanas, sino únicamente pezuñas de animal marcadas en el piso ensangrentado. Nos entregaron tan sólo porciones del cuerpo de mi hija, y desde entonces no se han detenido los homicidios por ese supuesto ser, mitad humano y mitad cerdo, que suplanta la forma de aquella persona en quien confías más.