Un hombre lamenta la pérdida de su hija mientras se dispone a cobrar venganza contra el agresor
Por: Adriana Camarena
| Lunes, 17 de Enero, 2022, Ciudad de México
| Tiempo de lectura 2 minutos

Justo ahí, sentado en mi sofá, mirando la decadente situación de la recámara, y todas las botellas de alcohol amontonadas al lado del televisor, sonreí. Sonreí porque, en aquel momento, mi mente juraba que las cosas no podían ir peor. Aunque claro, quizá era el alcohol haciéndome creer que así era.
Observé el revólver que se encontraba ahí. En mi mesa. ¿Cuán cobarde había sido al no atreverme siquiera a sacarla de su funda en todo este tiempo? Con ella lo acabaría. Asesinaría al maldito que arruino mi vida, y que acabó con la de ella. Debía cuidarla. Necesitaba de mí. ¡Y yo lo arruiné! Aún recordaba como lo había descubierto.
Mi hija. Mi adorada hija. Siempre había estado llena de luz. Pero vi como las cosas comenzaron a cambiar. Como cada vez había más miedo en su mirada. Todas las veces que le pregunte que le sucedía y ella no hablaba. Después los golpes comenzaron a aparecer. ¡Si tan sólo me hubiera dicho la verdad! Habría hecho lo que sea para protegerla de ese monstruo.
Y quería hacerlo. Quería ayudarla con todas mis fuerzas. Aquel día me había decidido a confrontarla. Era mi deber cuidarla, y para eso necesitaba saber la verdad. Por ella y por mí.
Pero aquel día ni siquiera supe qué fue lo que ocurrió. Ella llegó. No supe nada más. Al día siguiente, ahí estaba ella. Con su cráneo completamente bañado en sangre. Tirada en el piso de mi habitación.
No explicaré lo que sentí entonces. No explicaré cómo escape. Ni siquiera sé cómo tuve el valor de abandonar su cuerpo sin vida. Esa escena no la iba a olvidar jamás. Estaba ahí, día y noche. Reprochándome. Culpándome.
Así que, con esa imagen en mi mente y con la cantidad de alcohol que había en mi sistema, estaba seguro de conseguirlo. Mataría a ese maldito. No arruinaría la vida de nadie más.
Tomé el revólver, y apunte directo a mi cabeza. Sí. Era la única forma en que acabaría con él. Y era la única manera porque, el tratamiento para mi trastorno de personalidad , jamás me había funcionado. Y no pude detenerlo. Supe que había sido yo cuando desperté con su sangre entre mis manos. Había sido yo.
Cerré los ojos y sin más, disparé.
