Una carta, un adiós, este relato nos habla de la pérdida de un ser querido y las heridas y preguntas que deja su partida
Domingo 17 de octubre, 2021, Querétaro, México
Por: Víctor M. Campos
A Cristóbal

A los pocos días de tu martirio, escribí un texto en el que me despedía de ti. Fue mi pobre respuesta frente a tu muerte. En él te decía adiós y le reclamaba al mundo su estupidez y su crueldad. Al mundo, a Tláhuac, a San Juan Ixtayopan. Era un texto cargado de rabia y espanto, pero también de tristeza. Sobre todo eso. A quienes se los leí intentaron consolarme, pero eso sólo me enfureció más y más. Alguien tenía la culpa de lo que te había pasado, ¿no? ¿Por qué no ellos? ¿Por qué no tú mismo? ¿Por qué no yo?
Hoy sigo furioso por eso. Si estuvieras vivo podrías verlo con tus propios ojos. Pero es mejor que no puedas. Ya mucha furia tuviste que ver aquella noche en la que te llevaron hasta el kiosco, te mataron a patadas y te prendieron fuego. Ya tenía mis motivos para estar enojado con todo. Pero fue desde tu muerte que el enojo se convirtió en otra cosa y empezó a llamarse de otro modo. A partir de ahí la escritura se convirtió en un desfogue para mí. En mi venganza. Me gustaría ser mejor escritor para que mi venganza también lo fuera y calara hondo y lastimara, pero se hace lo que se puede. Como tú esa noche en la que de nada te sirvió bajar tu arma y tratar de conciliar. Si bien todos dijeron que moriste en el cumplimiento del deber, cazando narcomenudistas, robachicos o a la guerrilla; si bien otros le atribuyeron tu muerte a ese nombre que llevabas en vida; si no faltó quien dijera que todo fue por estar en el lugar y la hora equivocados, yo sé que tu muerte poco o nada tuvo que ver con eso. Las patadas y luego los batazos que te destrozaron la cabeza; el fuego vivo quemando tu cuerpo en televisión nacional, eso, eso sí que tuvo que ver con tu muerte. Hace mucho que el alma nos abandonó y en su lugar hay un hervidero de gusanos del que sólo pueden salir más gusanos. Si estuvieras vivo verías que, mientras escribo, me dejo alumbrar por este otro fuego de la veladora que encendí para tu altar. Aunque no fuiste el primero que se me murió, sí fuiste el primero al que realmente me dolió perder. Tampoco creas que por eso el altar es la gran cosa. Nada qué ver con los que ponen en las iglesias o en los museos para celebrar esa ridícula fiesta de los muertos que guiados por las veladoras pueden volver. Si uno ya logró la hazaña de irse, o lo fueron, ¿para qué volveríamos? Y luego a este lugar de mierda. No. Los que nos quedamos un rato más nos consolamos con el mole y el mezcal o con estas fiestas en las que rezamos, cantamos y bailamos pretendiendo que no somos esos muertos en vida, esos monstruos estúpidos y crueles que apenas se acabe la comida y el chupe, volveremos a lincharnos unos a otros. Esa noche cenaba cuando interrumpieron la transmisión para poner tu martirio en vivo y a todo color. Salté de la silla y marqué a tu casa. Nadie levantó el teléfono al otro lado y fue ahí que supe que tú sí eras tú.
Portador de Cristo. Vaya sandez. Policía federal. Otra. El lugar y el momento equivocados. Como si los demás nunca fuéramos a estar a esa hora y en ese lugar: como si nunca fuéramos a incurrir en esa equivocación. Pero la verdadera equivocación es la otra: la de estar vivos. En especial los que nomás estamos por estar. Aquí riéndonos del sufrimiento ajeno. O para cruzarnos de brazos mientras el linchamiento sigue su curso. En tu altar hay una veladora encendida junto a la computadora en la que escribo estas cosas que nunca podrás leer. Una veladora, una computadora, una rima espantosa y párale de contar. Ni una foto. Y menos con la que apareciste en todos los noticieros, días después, con el uniforme de gala y tu insignia. Ni una foto ni un balón de futbol como el que pateábamos todas las tardes en el bachilleres. Nada. Sólo este texto que en vez de honrar tu muerte o celebrar tu vida; que en vez de consumar mi venganza se reduce a un vulgar amaneramiento: un ademán inútil, afectado e impotente. El día de tu funeral hice acto de presencia. Abracé a tu padre y a tu mamá. Ella parecía llevarlo mejor. Él estaba desecho: los ojos para siempre abiertos como para no poder dejar de ver lo que había hecho. Él quería un hijo marino, policía federal, alguna fantochada de ésas. Y tú lo complaciste. Los abracé y luego me largué a mi casa a escribir un texto en el que te decía adiós y le reclamaba al mundo su estupidez y su crueldad.
Sobre el autor
Víctor M. Campos se formó en el Taller Levreriano de Escritura Creativa, dirigido por Carmen Simón. Es licenciado en Docencia del Arte. Además, cuentista publicado por el Fondo Editorial de Querétaro y por distintas revistas y plataformas como Temporales, Monolito, Katabasis, Bitácora de Vuelos, Acuarela Humanística, Anuket, Ipstori, Interliteraria, etc.