Por: Aura Vilchis
Lunes 12 de julio, 2021, Ciudad de México
Melinda, una mujer que lucha contra el cáncer despierta en un lugar que no conoce, ha de vagar hasta encontrar respuestas, pero en el camino se encontrará con algo maravilloso.

La oscuridad cayó de lleno, Melinda empezó a andar a tientas, esperaba tropezar en cualquier momento y dañar sus frágiles huesos, pero nada pasó. Aquel camino parecía no tener principio ni final, siguió andando y deseó poder encontrar a alguien que le dijera dónde estaba o hacia a dónde ir, había andando ya mucho camino y pensó varias veces en parar y quedarse donde estaba, pero nunca se detuvo porque sabía que debía haber algún lugar al cual llegar.
Una pequeña luz se encendió en lo que parecía el final del túnel, caminó todo lo rápido que pudo, su bata blanca con rosas bordadas ondeaba cada vez que daba un paso, quería salir de la oscuridad lo más pronto posible. Estaba a unos pasos de la luz y entonces entró en ella !Era cegadora! Cuando por fin atravesó aquella luz sus ojos tardaron un poco en sobreponerse y entonces distinguió el paisaje más bello que nunca hubiera visto: el pasto era verde y sano, los árboles eran altos y colmados de frutos, los pajarillos cantaban armoniosamente y el sol bañaba con su luz un campo de tulipanes. Se inclinó para recoger una flor, pero antes de alcanzarla se dio cuenta que aquella mano que quería alcanzar la flor no era la suya. Aquella mano era joven, firme y fuerte con la piel lisa sin rastro alguno de arrugas. Aquella no podía ser su mano, sin embargo, hacía lo que debería estar haciendo su anciana mano. Confundida, levantó la otra mano, y para su sorpresa, era igual de joven y fuerte. Incrédula contempló ambas manos muy cerca de su cara, no había rastro de los moretones causados por la venoclisis que diariamente le suministraba los medicamentos por las venas, cada día más delgadas y propensas a reventarse, pero en ese momento ya no la llevaba, se había esfumado.
Pronto se dio cuenta que también sus brazos y piernas habían rejuvenecido, deseó poder tener un espejo para mirarse, a lo lejos vislumbró un brillo que provenía de una arroyo que corría cuesta abajo, al caminar notó que sus piernas no temblaban y que su andar era firme. Cuando llegó al arroyo se miró y su reflejó la maravilló, el rostro de una Melinda 50 años más joven le devolvió la mirada asombrada. –Imposible- Pensó, llevándose las manos al rostro, tocando su piel joven, sus labios frondosos y sus mejillas sonrosadas, impregnadas de vida. Se sorprendió al ver que en su cabeza volvía a relucir un largo cabello castaño, lleno de brillo y con ondas rebeldes, no había tenido cabello durante los 3 años que llevaba de quimioterapias y radiaciones.
Recorrió con los dedos su cabello largo y luego los pliegues de su piel, lágrimas tibias recorrían su rostro. Era Joven de nuevo, y lo más importante ¡Ya no estaba enferma! Sentía cada textura a flor de piel, disfrutaba de cada bocanada de aire fresco, sintió el agua del arroyo chisporrotear en sus pies…imposible, sí, pero ya no había más dolor ¿Cómo era posible? De repente un pensamiento de esos que se sienten como un golpe en el estómago aterrizó en su consciencia. Que aquello no era más que un sueño, lo último que recordaba era haberse ido a dormir con su marido, rutina que habían mantenido desde hacía 35 años, ya. No pudo evitarse sentirse desdichada, pero de repente recobró los ánimos, en cuanto despertara a la mañana siguiente, a su marido le haría mucha gracia escuchar aquel sueño, sabía que él le diría algo sobre su imaginación incansable, imaginó, casi como si lo pudiera escuchar, su risa, que a sus setenta años todavía sonaba llena de vida.
Unos ladridos muy potentes la sacaron de sus cavilaciones, buscó con la mirada al dueño de los ruidos y entonces lo vio, corriendo a toda velocidad, el sol arrancaba destellos al pelaje rubio del perro que corría hacia ella con las orejas dando saltitos a cada paso que daba. Melinda lo reconoció al instante, era suyo, su perro, cuando por fin se abalanzó hacia ella, lloró y rio al mismo tiempo y jugaron largo tiempo, se echaron sobre el césped, como no lo hacían desde hace tantísimos años, la última vez que lo había visto estaba enfermo, ya no corría, a penas andaba, movía la cola con menos ímpetu, pero hasta el momento en que cerró sus ojos para no abrirlos nunca más dejó de mover la cola cada vez la miraba. -Sé que nos volveremos a encontrar- había creído en su corazón la última vez que lo vio con vida. Pero ahora, como un milagro, estaban los dos juntos ahí, sin rastros de la enfermedad que tanta pena les había causado. Repentinamente él echó a correr lejos, –No te vayas-. Gritó. El perro se detuvo, esperando a por ella, Melinda echó a correr tras él.
Siempre que Melinda estaba por alcanzarlo, él echaba a correr más lejos. El amplio prado quedó atrás, el perro se perdió en la negrura del bosque que se elevaba frente a ella. Vaciló un momento en seguirlo, pero cuando estaba decida a ir a buscarlo, una figura cegadora emergió de la penumbra, cubrió sus ojos, la luz era intensa, no había manera de mirarlo directamente. Con los ojos entrecerrados intentó ver, dentro de la luz se alcanzaba a distinguir una silueta, el brillo cedió y sólo entonces pudo a ver a lo que alguna vez fue un hombre. Él extendió su mano hasta Melinda, ya no había distancia entre ellos y de él manó una voz, pero sus labios no se movieron “Bienvenida”. Y Melinda lo supo con certeza, supo que había abandonado su cuerpo, que esa que estaba ahí era ella en esencia. “Me quiero despedir”, le rogó al ángel, él sonrió y entrelazando sus manos se elevaron.
Vio la casa que con tanto esfuerzo había comprando con su marido, se acercó a la madreselva moribunda del portón, con un leve tacto la rozó y la planta, antes seca y agonizante, revivió y floreció. El ángel negó con la cabeza, no había que tocar nada. Dentro de casa había unas pocas personas, sus dos hijas estaban ahí con sus familias, una de sus nietas lloraba, no entendía bien lo que pasaba, pero la tristeza estaba rondando como un ente omnipresente, el más pequeño de sus nietos abrió mucho los ojos y le sonrió, la miraba directamente a la cara y se alegró de verla, aún no sabía hablar, pero lo intentó. Melinda se llevó el dedo a los labios, pidiéndole silencio y devolviéndole la sonrisa, lanzó un beso al aire y el pequeño, entre sus jugueteos lo atrapó con su manitas redondas. Y allí, en un rincón, estaba su mejor amigo: su marido. Habían pasado media vida juntos y la otra media esperando a encontrarse. Lágrimas cruzaban su cara, silenciosas. Ella se acercó, quiso tocarlo, pero el Ángel lo impidió, su marido alzó la vista, mirando justo donde ella se encontraba de pie, no pudo verla, pero sus almas se reconocieron.
Era hora de marcharse, no quería dejarlo con el dolor, pero era preciso, porque eso es la vida, un tanto dolor y otro tanto de felicidad, “Nos volveremos a ver, lo sabía antes y estoy segura ahora”, y se marchó con el ángel, su partida dejó una brisa casi imperceptible, ahí ya no había nada más.
