Hedor

Por: Ángel Fuentes Balam

29 de mayo, 2021, Mérida, Yucatán


La fragancia era la misma que ahora, Paco Rabanne. Luigi la olió por primera vez en aquella casa de la zona universitaria en la que su mamá lavaba la ropa dos veces por semana.

Lo paralizó el olor. Se quedó sembrado en el umbral, con los ojos muy abiertos. Rebeca le preguntó que ocurría. Lo miró pálido, igual que si estuviese a punto de caer desmayado.

Luigi no contestó. Se limitó a observar la habitación de ella, buscando desesperadamente un indicio de calma que le impidiese hacerse ideas ridículas. Había flores, pósters de películas de terror antiguas, cuadernos, sombreros y libros. Un escritorio impecable con una de esas lámparas flexibles que se podían desmontar. El piso era de una madera tan pulida que casi reflejaba la totalidad sus cuerpos alargados.

«Hay miles de olores similares», quiso contraponerse a su primitiva ansiedad. «Miles de personas usarán ese perfume».

Sin embargo, en su fuero interno, él sabía que ese terrible aroma era especial. Era ESE OLOR y ningún otro. Repasó la historia con Rebeca en treinta segundos: la conoció en la prepa hacía un año (ella iba en segundo, él en último), y siete años pasaron desde aquel acontecimiento. No era posible.

Tardó en reconocer que el perfume brotaba de las paredes de la casa, de sus recovecos, del baño, del cielorraso, de las axilas de su enamorada, de su aliento.

Rebeca se sentó en la cama. Ladeó la cabeza hacia su hombro derecho, y con los labios arqueados hacia atrás, le preguntó si necesitaba agua. Él no contestó. El mareo era muy fuerte, lidiar con las imágenes que comenzaban a revolcarse en su mente, era insostenible.

Caminó hasta el borde de la cama. Tomó asiento junto a ella. Rebeca midió con el dorso de la mano la temperatura en su frente. No supo decir si era normal o anormal. Lo cierto era que Luigi sudaba.

De niño tuvo muchas carencias, pero nunca se quejó. Su madre tenía que limpiar casas ajenas para ganarse el sustento. Él jamás sintió vergüenza de ella, salvo esa tarde. La tarde del perfume.

Acompañó a su madre, como a veces ocurría, para realizar algunas tareas domésticas mientras ella trabajaba. Si se necesitaba limpiar una piscina, recoger hojas, pasear a un perro, quitar hojas del tejado. Él iba con su madre para que pudiesen ganarse un sueldo extra.

La tarde aquella, siete años antes, su madre le insistió en que, luego de apartar las hojas de la alberca de la casa a donde habían ido, no entrara. «Quédate en el jardín hasta que yo salga», le advirtió.

Pero a él le dieron muchas ganas de orinar. Muchísimas. De esas que duelen en lo profundo del cuerpo. Pensó en mear las plantas, se alivió tan sólo de imaginarse descargando líquidos en los hierbajos podados de esa mansión. Pero si lo veían, seguramente metería en problemas a su madre. ¿Qué hacer?

Entró a la casa corriendo. No sabía dónde estaba el sanitario. Subió unas escaleras anchas y blancas, y caminó por un corredor lleno de cuadros inentendibles. Su madre entendería, sólo tenía que encontrarla.

Dando vuelta al pasillo fue cuando escuchó los ruidos. Era la voz de su mamá, como llorando. De inmediato corrió hasta la puerta de la cual salían aquellos sonidos. Pensó que su madre podría estar en peligro. Sin pensarlo, empujó la puerta.

Su madre estaba en la cama, sostenida por sus manos y rodillas. Detrás de ella, un hombre desconocido la golpeaba con la pelvis. Luigi quiso morirse.

Su madre gritó e intentó cubrirse los senos, pero el hombre se lo impidió. La tomó del cabello y comenzó a carcajearse.

«Tres mil más si lo dejas mirar», dijo con una voz grave e intimidante.

«No…», susurró ella, pero dejó que el tipo siguiera.

El hombre vio al niño, y aferró con más fuerza las caderas de la mujer que tenía enfrente.

Luigi se orinó encima, mirando la escena.

«Te orinaste, cabroncito. Seguro ahora se te pone duro», se burló el tipo, y acto seguido, tomó su camisa arrugada para arrojársela en la cara. Él no olvidaría la tela golpeando su rostro, la sensación de la orina caliente chorreando por sus pies, y sobre todo, el olor del perfume al que apestaba esa tela. Se quitó la camisa de la cara y salió corriendo, escuchando los gemidos de su madre tras él.

Cuando ella salió, Luigi no dijo una palabra, salvo pedirle que no mencionara jamás el incidente. Si lo hacía, perdería el trabajo en esa casa y se meterían en líos y su padre los había abandonado y no era culpa de ella, era culpa de él, por desobedecerla.

Luigi intentó olvidar el horrible episodio. Lo hubiera conseguido de no ser por ese día, en el cuarto de Rebeca, su novia, con un nivel económico más elevado que el suyo. Rebeca de padres divorciados, Rebeca que vivía con su madre. Rebeca que tenía la fotografía de un hombre abrazándola en actitud cariñosa en la misma habitación que olía a esa asquerosa fragancia.

Luigi lloró cuando vio la foto. Rebeca, asustada, no supo qué decir.

“¿Quién es ese hombre?”, preguntó sollozando Luigi, clavándose los dedos en los muslos por miedo a escuchar la respuesta. Antes de que ella pudiese responder, la orina ya recorría su entrepierna, expandiéndose por el colchón. 

Sobre el autor

Ángel Fuentes Balam. Mérida, Yucatán, México. 1988. Director de Teatro, escritor, actor. Diplomado en Creación Literaria por el INBAL. Director y productor de “Perros que parecen laberinto Teatro”. Es autor de las obras literarias: “Melodía tu engranaje quieto” (Editorial El Drenaje), “Cruoris o la rabia que fuimos” (Libros en Red), “Devoré el cráneo de Eros” (Ediciones O) y “Ya nadie cuida las antorchas” (Sangre Ediciones / Poetazos. En proceso). Ha publicado en antologías y revistas a nivel nacional e internacional.

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