Por: Francisco Carrillo Alfaro
6 de mayo, 2021. Ciudad de México.
Al mediodía de aquel domingo nublado de 1896, la sala judicial inició sus actividades. Eustaquio era conocido por sus loables esfuerzos al curar a los enfermos, muchas veces sin recibir la paga justa por sus servicios. Sin embargo, aquella tarde, su presencia no se debía a ningún reconocimiento, ni mucho menos a la atención de algún desgraciado que se batía entre la vida y la muerte. Al sentarse frente al juez, se le comunicó la razón por la que tuvo que cancelar su partida de ajedrez habitual con Pedro González, amigo de la infancia:
—Señor Eustaquio, usted está aquí por haber participado acorde con su profesión en el duelo que se llevó a cabo el martes pasado entre el señor Cárdenas y el ya fallecido señor Robledo. Le pedimos que nos dé una relatoría de los hechos, para continuar con el caso.
— Su señoría, sabe con certeza que no puedo revelar más detalles de los que a mí me conciernen directamente, debido a que juré bajo secreto médico no decir nada de lo que atestigüé aquel día. Baste con decir que, efectivamente, acudí a aquel evento y merezco la sanción que la corte dictamine.
A un lado del viejo estrado en el que declaraba el médico, se hallaba escuchando el quincuagenario Manuel Cárdenas, ingeniero de profesión, célebre por pelear con patriotismo y valentía en la Batalla de Lomas de San Lorenzo, lugar en el que, se contaba, había acabado con más de quince enemigos él solo. Su brazo derecho era prueba fehaciente del evento por el que todos concurrían en el jurado aquel día: una herida de bala producida por una pistola de chispa había inmovilizado su hombro provocando, además del indescriptible dolor, que utilizara (aun en contra de su voluntad) un mal improvisado cabestrillo.
— Le recuerdo —insistió el juez— que nuestra ley prohíbe, so pena de prisión, la realización de duelos dentro de este estado. Así que, señor Eustaquio, le exhorto a que haga caso nulo de ese secreto profesional, pues poco le sirve si lo juzgamos como delincuente. Le ruego que comience se relatoría.
— Señor Juez, sé muy bien en qué consisten mis juramentos profesionales; asumo la responsabilidad de haber incurrido en el delito que se me acusa, sin embargo, mi responsabilidad como profesional es no revelar nada de lo que acaeció aquel fatídico día.
Manuel observaba, tenso, la manera en que Eustaquio y el juez (de)batían sus discrepancias. Después de todo, la declaración del médico podía resultar perjudicial para la aspiración de libertad que aún le llenaba de esperanza. Quizá no fue la mejor idea disparar unos segundos antes de lo acordado pues, además de perder el honor, era considerado un despreciable asesino. Sin muchas opciones, ser libre dependía de que su agonía se prolongara, y eso sólo podía suceder si el joven galeno mantenía su boca cerrada.
Mientras Eustaquio se negaba a declarar más allá de su juramento, recordaba lo que había sucedido en la periferia de la ciudad, apenas unos días atrás. Había llegado por su cuenta al lugar acordado y se encontraba muy nervioso, pues nunca había asistido a un duelo antes y mucho menos “profesionalmente”. Cuando Manuel Cárdenas y Matías Robledo llegaron, ambos con sus padrinos, pensó en correr desesperadamente a este último y rogar que parara este acto de barbarie. El terror invadía sus arterias y podía sentir, incluso, un leve mareo. Finalmente se contuvo, pues había jurado (hombre de palabra) no intervenir hasta que el evento concluyera.
En cuanto los dos caballeros se pusieron de frente, un estruendo dejó pálido a Eustaquio, pues lo había tomado por sorpresa; se suponía que aún faltaban un par de segundos para dar la señal de disparo. Matías cayó pesadamente hacia la derecha, pues la bala le había atravesado el pecho. Atónito por la falta de honor de Manuel, el médico dejó caer su botiquín y tomó la pistola de chispa que yacía justo al lado del moribundo hombre. Acto seguido, la recargó como pudo (pues nunca entendió del todo cómo funcionaban las armas) y, con las manos temblorosas, disparó en dirección al ingeniero. El impacto, producto del nerviosismo y la mala puntería, encontró destino en el hombro de Manuel, quien se retorció de dolor buscando el apoyo de su padrino. Después de escupir toda clase de injurias, Eustaquio se arrodilló y confirmó la muerte más dolorosa que su profesión le había permitido vivir, mientras una lágrima descendía por su desconcertado rostro. El frío asolaba aquel lugar, pues el clima difícil y la muerte se habían dado cita al mismo tiempo.
— Pues bien, como su secreto profesional le impide entrar en razón y en vista de que no se le puede obligar legalmente, se le ha asignado una sentencia. Eustaquio Robledo, queda obligado a pagar una multa de cuatrocientos cincuenta pesos por acudir como médico y testigo al duelo ya referido anteriormente. Puede abandonar la corte.
Sobre el autor
Francisco Carrillo Alfaro. Estudiante de Historia en la Facultad de Filosofía y Letras de la UNAM. En mis ratos libres, intento escribir y doy clases a un pequeño grupo de estudiantes de secundaria que me inspiran bastante. Participante en algunos concursos literarios, ganador en ninguno. Fiel seguidor de la frase más conocida de Eduardo Miño.