Por : Max Haro Díaz
Hacía quince años que había ocurrido el terremoto. Me acuerdo que fue la noche del 23 de junio del 2001 a las 8:33 pm. Fui a casa y busqué recuerdos. Ante mí no hay más que una casa antigua que se eleva en un vasto descampado cubierto por restos de ladrillos rotos y hojas amarillas de un molle serrano que se inclina al amparo de la luna. Recuerdo también que una mujer se acercó a abrirme la pesada puerta. Yo le pregunté: ¿Puedo entrar? Ella me contestó: “Entra”. Y, entonces, entré y subí por las escaleras, muy largas, estrechas y lúgubremente bajas. Eran las seis y los últimos rayos del sol se despedían tímidos por la ventana. Encendí una luz en el descanso. Pronto llegué ante la puerta de la habitación, que reconocí de inmediato, y alargando tímidamente el brazo la empujé. Escuché cada crujido de los goznes. En un ángulo había un antiguo reloj de pared Alfonsino. Vi junto al reloj la foto de una joven mujer y al advertir su belleza quedé perplejo y sorprendido. Era ella: ¡Carmen! Noté su cabello castaño brillante que caía sobre sus hombros. Sus ojos de un color incierto y ambiguo como el fuego de Prometeo que ilumina el mar. Su piel bronceada por el sol. Le pregunté: ¿Dónde está esa mujer? Ella no me respondió. Afuera empezaba a llover. Una bandada de pájaros, aquí y otra más allá, dibujaban formas extrañas en el cielo. Mi primera sensación fue de asombro, luego de culpa. Yo no sabía lo que pasaba. Pero ella sabía que yo era su esposo (o eso pensé). Me casé el mismo día que ocurrió el terremoto. Pero a nadie se lo había revelado. En otro ángulo había una repisa de madera, vieja y carcomida por el tiempo. Reparé en dos libros: “Tlön, Uqbar, Orbis Tertius” y “La casa de Asterión”. Una lenta chaparrada de apasionados recuerdos y extrañas sensaciones inundó inexplicablemente mi mente como por obra de un conjuro mágico o el artificio propio de un hechicero. Luego entorné la mirada. En la mesita de noche yacía una carta que una buena mujer escribió no pocos años atrás. Yo la leí y no sabía qué contestar: “¿Cómo has tardado tanto?” “¿Hasta cuándo seguirás huyendo de mí?” Y al oír esas palabras, que me parecieron los golpes de un lejano tambor yoruba (Obbatalá, Obbatalá…), le dije: ¡Oh señora mía! La mujer me miró y dijo: “Vete, y no vuelvas por aquí”. Yo le pregunté: ¿Pero por qué? Entonces ella, mostrando una gran sonrisa, continuó: “puedes pasar aquí la noche si lo prefieres” Y así lo hice. Después de haber recorrido todas las habitaciones salimos al jardín de la casa. Las huellas de las rosas habían preservado hasta ahora el enigma del tiempo. Al atardecer, nos sentamos en la tarima, uno al lado del otro, y hablamos cariñosamente. Y le conté todo lo que me había ocurrido. Y lloré y ella también lloró. Después se marchó. Y toda la noche la pasé muy apenado. Y me arrepentí de cuanto había hecho.
Al despertar, antes que amaneciese, la encontré sentada a mi lado. Entonces, ella se levantó enseguida, me cogió de la mano, y avanzamos hacia la cocina, pequeña pero agradable, con su atmósfera tibia e intenso aroma a café tostado. Había traído dulces y bollos recién horneados. Tomamos el desayuno y después nos bañamos juntos. ¿Y si la historia de ésta noche fuera un sueño? Desde entonces viene a verme todos los días. La verdad, es que viene a verme por las noches y se va antes del alba. Y en cada despedida temo que yo no la vuelva a ver nunca más. Sería más terrible que la primera vez. Es una buena y hermosa mujer que quizá sea capaz de amarla. Ella no lo sabe. Por eso le pedí que no me dejara un instante solo en la habitación. Y que se quede a vivir conmigo. Sólo había que esperar doce noches – dijo. ¿Volverás… volverás de nuevo? Y la oí decir: ¡Claro, una y otra vez!
Han pasado once noches y once días desde entonces. Pensé: hasta cuándo durará esta separación. E inmediatamente se abrió la puerta de madera e ingresó ella. Y yo le dije: No descansaré hasta descubrir la verdad. Y ella me contestó: Pero por Dios, sólo nos queda permanecer un día más. Y dicho esto, grité: “No tengo paciencia para aguardar hasta mañana”. Y ella me contestó: “No sé a qué te refieres. Apresúrate a explicarte”. Entonces la miré de reojo y ella me dijo: “Te prometo que mañana estaremos juntos para siempre”. Y enseguida se marchó.
Cuando aparecieron las primeras luces de la mañana, enrumbé mis pasos al cementerio, y al entrar descubrí una tumba bajo un árbol que le daba sombra. Mi asombro no tuvo límites al leer en medio de la losa un epitafio inscrito sobre una placa de bronce. Y muy entristecido y dolorido, me deje caer de rodillas. Tembloroso, eché una ojeada, limpié el polvo de la superficie granítica, escrupulosamente lisa, y elevé una oración. ¡Ave María! Luego, ya que estaba allí, aproveché la ocasión para colocar el ramo de rosas en un florero de botella, intentado así evitar el arrepentimiento y la culpa. Y me entró un miedo muy grande. Y ya no pude dudar más de la realidad. En la lápida había una foto igual a la de la habitación… ¡Ah, un cuadro! Y he allí que leí el epitafio: “Jorge, cuando estés junto a Dios, cuéntale de nosotros. Tu fiel esposa, Carmen”. Hoy día, 23 de junio del 2016, esa mujer murió de un infarto.
FIN
Sobre al autor:
Max Haro Díaz, nació un trece de abril en Trujillo, ciudad ubicada en la costa norte del Perú; fue a ahí donde pasó los primeros años de su niñez, y ahora reside en Lima. Estudió administración y gastronomía, actividades que compagina con su pasión por la escritura. Sus deseos de escribir datan de muchos años atrás. Sus obras han sido publicadas en México, Argentina Venezuela y Colombia. Actualmente, se encuentra dando forma a un pequeño diario personal que espera publicar este año.